el feo

Él era feo, muy feo. Sus rasgos faciales, a los que me referiré en un momento, eran, en su palabra más justa y sincera, esperpénticos. Su contextura física armonizaba con su rostro casi caprichosamente, como si no puediera ser de otra manera. Su figura gallarda redundaba en una falsa esbeltez, esto es: él no era muy alto (ni muy petiso) ni muy flaco (ni muy gordo). Su nariz, que ante la mirada de cualquiera podría resonar como una alegre y musical tercera mayor, era más bien sosa, ni muy chica ni tan grande, ni muy respingada ni tan aguileña, ni muy muy ni tan tan. En perfecta simetría con la nariz se ubicaban sus dos orejas, tan insulsas como aquella. Poco podía decirse de ellas, solamente que se encontraban al costado de los ojos y dispuestas horizontalmente cuando el cuerpo se mostraba erguido. Para cuando llegué a observar su pelo, su forma y color, creía ya conocerlo. Comencé a dibujar mentalmente una casa, un arbolito en la entrada, una reja detrás del arbolito, y comencé a pintar todo de rubio: la rubia puerta, la rubia sala de estar, la rubia cocina, la rubia heladera, incluso a la comida la pinté de rubio. La "señora que limpia" (como gusta llamarle la rubia mamá del rubio hijo a la que en otros tiempos se conocía como la "sirvienta") no era rubia, pero a ella ni siquiera la dibujé, para no arruinar tan suculenta monotonía. Su piel era casi tan rubia como su pelo. Su pelo, casi tan rubio como su casa.
Restaba no mucho más que su boca y sus ojos; la frente tal vez, los mofletes o la falta de ellos. Su fealdad era (ahora y cada vez más) notoria, casi evidente. Fraudulentamente esbelto, era tan atractivo para otros como repulsivo para mí. Los ojos se presentaron contradictorios, aunque sólo por un momento, pues luego de un instante supe que su entereza y lozanía, esos ojos jubilosos y párvulos, no le correspondían en exclusividad sino que eran características tanto del niño como del octogenario, de la joven como de la abuela, tan de él como de todos. Así pues la contradicción se diluía: si los ojos no envejecen para nadie no había en él, como era de suponer, nada de portentoso.
Finalmente, quedaba entonces esa triteza latosa de color celeste, un color de ojos que combinaba fofo con sus rubias zapatillas, tosco con sus rubios pantalones, redundante con su rubia rubiedad.

2 comentarios:

Diego dijo...

Ya te lo dije antes, pero te lo repito. Me gusta ese texto, es irremediablemente envidioso!

Salut.

vladimir dijo...

Danke, Herr Diego!